Caicedo y Lavoe
Me topé en la red —otra vez— con esa fotografía de Andrés Caicedo con Héctor Lavoe, y algo en mi pecho hizo ¡plop! En mi cabeza comenzó a sonar «El día de mi suerte» y algo en mi pecho hizo ¡crack! Y es que la vida, Héctor, la vida, Andrés, es una pelada muy voluble.
Me recuerda mucho a la María del Carmen Huerta, que rumbeaba con ganas en aquella lejana Cali, Colombia. ¿Por qué mi ciudad nunca se pareció a aquella? Ay, María del Carmen. Ay, la vida. ¿O sí lo hizo y yo estaba en el momento equivocado? ¿En el lugar equivocado?
La foto fue tomada en febrero de 1977 en uno de los camerinos del Coliseo Evangelista Mora caleño. Me fascina porque aparecen dos héroes sonrientes y plenos. Pero no son sonrisas de dueños del mundo; no son de arrogancia ni de confianza. La de Héctor —al centro de la foto— es, de hecho, una media sonrisa, si acaso. No logro descifrar del todo esos gestos. Son sonrisas, definitivo. Pero, ¿qué dicen?
Bueno, la de Andrés —a la derecha— es más evidente: se coló al camerino de un modo u otro y se fotografía con su ídolo al que sólo ha visto en revistas y portadas de discos. Es una de esas voces que han dado forma a ¡Que viva la música!, su libro que recién va a publicarse. Su testamento, de alguna manera. Su obra maestra. Y, carajo, es Héctor Lavoe, el héroe puertorriqueño de la salsa, el que cantó con la Fania All Stars, el Cantante de Cantantes. La Salsa, en persona.
Yo, como mínimo, habría sonreído gigante. Gigante.
Ah, claro, me habría dado la temblorina igual por fotografiarme con Lavoe o con Caicedo: el cantante guapachoso que más quiero y el escritor guapachoso que más quiero.
Andrés conocía a Héctor, claro. Pero Héctor no conocía a Andrés antes de esto. ¿De qué habrán hablado? ¿Habrán cruzado palabra más allá de los saludos, las cortesías, los halagos, la petición de la foto? ¿Le habrá contado Andrés que estaba por publicar un libro? ¿Uno sobre una caleña obsesionada con la salsa? ¿Que lo escribió escuchando viejos y nuevos discos de Fania? ¿Le contó Andrés cómo estaba él mismo obsesionado con Richie Ray y Bobby Cruz? ¿Hablaron de los Rolling Stones? ¿Qué le dijo Héctor? ¿Cómo fue el concierto esa noche?
¿Qué decía Patricia Restrepo, que acompaña a los dos en la foto, a la izquierda del recuadro? Era la mujer de Carlos Mayolo, gran amigo de Andrés Caicedo; era la mujer, además, de la que Andrés se había enamorado sin remedio. Si su vida iba a ser literatura, iba a serlo de verdad: fue a buscarse un amor imposible, prohibido, condenado. Pero Patricia estaba allí para él. ¡Estaban juntos en el concierto de Héctor Lavoe, nada más y nada menos!
Esa foto es la letra capital de unos párrafos fatídicos en la vida de ambos, Héctor y Andrés. Meses más tarde, Lavoe fue internado en Estados Unidos por su adicción a la heroína. Son días oscurísimos. Con todo, sobrevive. Todavía ve cómo su suegra es asesinada en Puerto Rico, su hijo es muerto por una bala perdida y su prueba de SIDA sale positiva. Alguna aguja infectada. Entre 1982 y 1983 vive, justamente, en Cali, en el Hotel Aristi (¿qué tan lejos de donde vivía Andrés Caicedo?). Canta en discotecas, trabaja para Larry Landa, le sigue haciendo a las drogas. Sigue cantando y lo hace con la misma maestría de siempre.
De Héctor Lavoe no se podía esperar otra cosa.
Muere, al fin, en 1993. Su hermana Priscila asegura que “vino al mundo para gozarlo y sufrirlo”. Como todos, dirá algún cínico; lo que se le olvida es que para gozarlo tanto y sufrirlo tanto había que ser un valientazo. Había que ser Héctor Lavoe.
Había que ser Caicedo.
Pero su párrafo fue mucho más trágico. Un mes después de la foto, el 4 de marzo de 1977, recibió en su casa un ejemplar de ¡Que viva la música!, tal como iba a ser publicado. Su primera novela al fin iba a salir al mundo. Dejó la copia sobre su escritorio, orgulloso (supongo), y escribió sendas cartas a su familia y a Patricia. Luego tomó un frasco de secobarbital, dos, tres. Se tragó sesenta pastillas. Y se murió. El “enemigo número uno de Macondo” (Fuguet, dixit) se fue a los 25 años, tal como lo había prometido en otra de sus cartas. Porque vivir más, ¿para qué? Había visto ya demasiado.
Vuelvo a esa foto. Algo en mi pecho hizo ¡plop! Algo en mi pecho hizo ¡crack! Y es que la vida, Héctor, la vida, Andrés, es una pelada muy voluble.
Por eso, a veces, sólo queda cantar. Hay que hacerlo. Que viva la música.
Que viva, carajo.
C/S.
Este texto fue originalmente publicado en El Heraldo de León el 17 de octubre de 2014.