El bufón iluminado. El espíritu, la sabiduría y el humor judío de Mel Brooks
Cuando parecía que se había retirado hace treinta años de hacer cine, Mel Brooks, a punto de los 99 años, anunció la semana anterior que regresaba. Su nuevo filme, Spaceballs 2, secuela de la comedia que estrenó en 1987 para burlarse de la saga Star Wars y sus sucedáneos. Buen pretexto para rescatar (y actualizar) este texto.
Mel Brooks es algo especial. Su trabajo es un brillante compuesto de orgullo cultural, perspicacia histórica, punzante sátira y de tonterías sin complejos. Su filmografía, breve pero influyente, puede verse como un continuo de exploración de las posibilidades del medio del cine para torcer el funcionamiento del mundo en ventaja del desfavorecido. En este y otros sentidos, hay un yiddishkeit de viejo mundo que corre en todas sus películas como si fuera sangre en sus venas.

Nacido Melvin Kaminsky en Brooklyn de una familia proveniente de Europa del este, no sólo siempre honró sus raíces, otorgó nuevas ramificaciones al humor, la narrativa y la autopercepción de los judíos del siglo XX. Nunca ocultó su judaísmo ni su judeidad; al contrario, está inserta en sus personajes, sus temas y sus chistes, salpicados de historias del shtetl, referencias bíblicas, expresiones (y subversiones) de la tradición y hasta alusiones al todavía tan reciente Holocausto. Y no se trata de decisiones estéticas: son parte esencial de un discurso rebelde que afirma el valor de la vida en una era de cinismo, materialismo y odio.
Bajo el caos, la locura y la tontería, hay una filosofía real, una que dice que la risa es supervivencia. Brooks trabajó bajo la idea de que si se reducía a Hitler a algo risible, entonces se ganaba la partida. Siempre al corriente del trauma de la historia, su insistencia en la alegría, la conexión y la resistencia mediante el intelecto —en este caso en una de sus expresiones más elevadas, la risa— es asunto serio. Hay sabiduría talmúdica en esto. Convierte el sufrimiento en chiste no para minimizarlo, sino para dominarlo.
Su impacto en la comedia estadounidense fue sísmico. Su nombre por sí mismo evoca imágenes de personajes disparatados, energía anárquica y una avalancha imparable de chistes de distintos tonos, pero casi siempre explosivos y ruidosos. Sin embargo, reducirlo a mera comedia es no comprender del todo la esencia de su genio. Detrás del brillo del vodevil y el espectáculo de variedad —un área en la que los judíos americanos hicieron escuela— y el slapstick hay un espíritu profundo que bebe del pozo de la tradición. Brooks convierte la risa en memoria, en ritual.
Su obra está impregnada de irreverencia que, con todo, no opaca una abismal devoción por la cultura, la historia, la espiritualidad y la alegría obstinada de la vida judía. Es en esa tensión entre lo sagrado y lo profano, la sabiduría y la locura, lo que define a Brooks como artista. Supo mezclar lo culto con lo vulgar, lo sofisticado y lo popular, lo fino con lo chabacano. En Blazing Saddles (1974) hay lo mismo chistes de pedos que un agudísimo comentario sobre lo racial en los cimientos mismos de los Estados Unidos, por ejemplo. Porque no se trataba únicamente de hacer reír a la gente, sino de confirmarle que una buena carcajada puede ser subversiva, sanadora, sagrada.
Para adentrarnos en Mel Brooks, el judío, hay que empezar donde empieza el judaísmo: en la familia, en la memoria, en la tradición. Y, cómo no, también en la pérdida. Brooks creció en Williamsburg, Brooklyn, en un complejo de apartamentos rodeado de yiddishkeit: los sabores, el lenguaje, el ritmo y la visión del mundo de los judíos de Europa del este transplantados al Nuevo Mundo. Su padre, Max Kaminsky, murió de tuberculosis cuando Mel tenía dos años. Es una ausencia de la que Brooks raramente habló de manera directa, pero su sombra puede adivinarse en su trabajo: hay una obsesión por la muerte que se refleja en negativo en la forma en que se aferra al absurdo como un salvavidas.
Brooks era un niño enojado, pequeño, judío y huérfano de padre. Un cóctel flamable alimentado por un agudo ingenio. Encontró refugio en el humor, particularmente aquel que se cocinó en los complejos vacacionales en las Catskills —el Borscht Belt— donde florecieron comediantes judíos como Sid Caesar, Buddy Hackett, Jack Benny, Woody Allen, Mort Sahl, Zero Mostel, Carl Reiner, Bea Arthur, Jerry Lewis y Lenny Bruce pero, sobre todo, un estilo muy particular de bufonería neurótica, autocrítica, de hablar rápido y de corrosivo lenguaje pasivo-agresivo. Un arte muy judío americano. Brooks, justamente, comenzó escribiendo chistes para Caesar en una dinámica retadora y, por tanto, de una creatividad latente: el equipo de escritores buscaba superarse todo el tiempo en un ritmo brutal y competitivo. Incluso entonces, Brooks destacaba por su frenetismo y la forma en que impregnaba de sabiduría su agresividad. Llevaba consigo ya el alma de narrador del shtetl, el hombre que cuenta un chiste para intentar sobrevivir al pogromo, que se burla del rabino no como una falta de respeto sino como una forma de amar a Dios a través de la duda, la pregunta, la risotada.
Hay un viejo dicho: “Mientras haya sufrimiento, habrá humor”. Mel Brooks heredó este legado y lo llevó a nuevos territorios. Comprendió que la comedia podía ser tanto un escudo como una espada. No es una idea nueva; otros (muchos ejemplos notables, también judíos) operaron bajo ella en la historia del cine antes, de Groucho Marx a Jerry Lewis. Porque el lenguaje, usado con pericia e intención, puede proteger la psique, pero también atacar al poder, ponerlo en evidencia, evidenciar que el emperador va desnudo. El humor, como la poesía, se atreve a, mediante la palabra, ir a lugares a donde la imaginación no podía o no se había atrevido a ir.
Pocas escenas del cine moderno capturan mejor esta idea que aquella en The Producers (1967) donde un productor desesperado de Broadway monta un musical titulado Springtime for Hitler. A simple vista es escandaloso y es este preciso motivo por el que lo lleva a cabo: nazis cantando, líneas de baile a paso de ganso, formaciones coreográficas a lo Busby Berkeley pero en forma de esvástica. Bajo esa farsa se esconde un acto radical de reapropiación cultural.
Y no es que Brooks haya experimentado la guerra desde los periódicos y los reportes de radio; estamos ante un veterano de la Segunda Guerra Mundial. Springtime no es una provocación, no es un capricho, no se trata del escándalo por el escándalo —uno de los grandes errores de la comedia contemporánea—, de incomodar por el efecto mismo de hacerlo. Se trata de subvertir un orden nocivo que causó destrucción y muerte, de ponerlo en todo su ridículo esplendor para poder discutirlo sin falsa reverencia ni aires de tabú que llevan a la fosilización, a la reducción, a la incomprensión. No es que Brooks estuviera reduciendo a Hitler a nivel de payaso, es que siempre lo entendió como tal —Chaplin estuvo de acuerdo con él— y más bien es que la pantomima del dictador nubló la vista de mucha gente.
En el número musical “The Inquisition” en History of the World, Part I (1981), Brooks convierte otro de los capítulos oscuros de la historia judía en otro jovial espectáculo estilo Broadway. ¿Es ofensivo? Sólo si uno se queda en un nivel literal. Para Brooks —como lo fue también para Monty Python— es otra cosa: una forma de enfrentar el horror sin falsa solemnidad. Reírse de los verdugos es negarles, aunque en retrospectiva, su poder al evidenciar su intolerante estupidez.
Esto no es sólo comedia— es midrash con jazz y lentejuelas. Es reescribir la historia y socavar la idea de que la registran los vencedores. Es canalizar el instinto judío de usar la risa para invertir la autoridad, destronar a los faraones, soslayar a los romanos, a los zares, a los nazis. La tradición talmúdica fomenta el debate y el cuestionamiento, no exento de ironía; gana el que hace el mejor argumento, no el que lo impone e, incluso así, es una victoria temporal que puede —debe— ponerse en tela de juicio por los que vienen después. En la cultura judía, incluso lo sagrado puede —debe—ponerse en duda. Se discute con Dios: el pueblo mismo se llama así, Israel, "el que lucha con Dios". Brooks se nutre de este espíritu: lo cuestiona todo y nos invita, como público de sainete, activo no pasivo, a hacerlo con él. Su risa no es entretenimiento nada más, es una forma de liberación.
Uno de los aspectos más sorprendentes de la comedia de Mel Brooks es que, en ciertos momentos, si rizamos el rizo, puede tocar frontera con la teología. No se limita a burlarse de la religión con aire cínico y distanciado, sino que la utiliza como lienzo para una indagación filosófica más amplia e irreverente.
Tomemos History of the World, Part I (1981), donde Brooks interpreta a Moisés que baja del Sinaí con tres tablas… sólo para dejar caer una y proclamar: “¡El Señor nos ha dado estos quince—¡crash!—diez! ¡Diez mandamientos!” Es un chiste, sí, pero también es un comentario astuto sobre la fragilidad de la tradición religiosa, lo arbitrario de la autoridad y la falibilidad humana detrás de la ley divina. Brooks, como tantos pensadores judíos antes que él, no ve a Dios como una figura intocable, sino como un interlocutor, un blanco de parodia, de crítica y, a veces, de reproche.
En cierto modo, Brooks continúa, con su estilo propio, la tradición de Job: cuestionar la justicia divina y encontrar algo santo en lo absurdo. Puede que él no lo llame teología, pero cuando uno se ríe tanto con un sketch así, experimenta, tal vez, algo muy cercano a una oración recitada con gran kavaná, con intención, con sentimiento sincero.
La comedia de Mel Brooks no es nada más una vía de expresión personal, es un bálsamo colectivo. Bajo la broma se esconde un compromiso y un respeto sólido al trauma del siglo XX. Su humor no esquiva lo indecible, lo enfrenta desde otros ángulos.
El Holocausto pende sobre buena parte de la obra de Brooks, al menos hasta los años ‘90, incluso si no se le menciona explícitamente. Acaso puede decirse que su decisión de pitorrearse de Hitler en The Producers (y en el remake de To Be Or Not to Be producido por él) va más allá del menosprecio y surge de una necesidad psicológica. Apenas treinta años después de Auschwitz, el público judío reconoció y se reconoció en el gesto. Porque la burla no es hacia las víctimas, claro, porque él se asume como una más; ridiculiza, al contrario, la insensatez y la irracionalidad del mal, la teatralidad inflada y hueca del fascismo, se asombra con sorna ante la idea de un dictador: si uno lo despoja de su mística —y para Brooks resulta fácil— deja de inspirar miedo. Y ese es el combustible de los totalitarismos.
La oferta es de una terapia lingüística, cómica, para cualquier persona o colectivo que lidie con traumas históricos. La risa es una herramienta para recuperar la agencia. En lugar de ser aplastados por la memoria, los personajes de Brooks atraviesan ese recuerdo mediante chascarrillos, un estruendoso desafío que, cuando menos, ofrece el alivio inmediato de la risa pero que intenta un desahogo más grande. Una técnica narrativa de recomposición de una historia rota mediante lo grotesco, el chiste, el ridículo: llevar la trama a otros derroteros para poder seguir contándola.
Por mucho que Brooks preserva, mediante el lenguaje y el gesto, el viejo mundo que desapareció con el siglo XX, también redefine lo que significa ser judío en Estados Unidos. No rehúye la asimilación, pero tampoco se rinde ante ella. Su obra habita lo que podría llamarse un espacio liminal: orgullosamente judía y, al mismo tiempo, comprometida con la cultura estadounidense y la del mundo: para él, es igual de importante Moisés que Frankenstein, la Última Cena y Hitchcock. Se burla por igual de vaqueros, aristócratas, nazis, curas y políticos; pero aprecia por igual a una humanidad imperfecta y en continua búsqueda de sentido. Nada es sagrado, y sin embargo todo lo es, especialmente el derecho a reír.
Blazing Saddles (1974) puede ser el mejor ejemplo de cómo Brooks interroga a Estados Unidos desde una mirada judía. Es un western chusco, sí, pero también una crítica filosa —con grandes dosis de incorrección política, ¿pero de qué otro modo podía ser?— al racismo, los mitos y la hipocresía que implicó la fundación del país de las oportunidades a partir de subvertir el género mítico por excelencia. El western es la canonización del mito de la colonización, de la conquista del oeste, el “triunfo” de la civilización sobre el barbarismo.
Brooks interpreta a un jefe nativo americano que habla en yiddish sin otra razón que romper todas las expectativas. El chiste funciona porque rompe las reglas narrativas: se niega a colaborar con la construcción mítica estadounidense. Y eso, en cierto modo, es la experiencia del judío-americano: estar dentro y fuera a la vez, siempre observando, siempre cuestionando.
En este sentido, Mel Brooks suele adoptar, en sus películas más ácidas, el arquetipo del bufón de la corte, el tonto sabio que se burla del rey y dice la verdad disfrazada de disparate. En la tradición judía, se encuentra la figura del shlemiel, personaje tosco y distraído, pero benevolente y con una visión original y más honesta del mundo, que tropieza y mete la pata pero que, a menudo, carga con las verdades más certeras; la profesora Sidra DeKoven Ezrahi lo llama "la figura judeoeuropea del este por excelencia de la dignidad cómica en la adversidad". Brooks es depositario de esta tradición y, en su actuar, la lega para quien se atreva a tomarla.
Para los judíos estadounidenses, Brooks ofreció algo único: un camino hacia la supervivencia cultural que no exigía asimilación, ni borrarse, ni disculparse. No ocultó su identidad judía—la amplificó. La hizo genial. La hizo poderosa. Y la hizo muy, muy divertida, despojándole de taras, liberándola de estereotipos—y dotándola de nuevos.
Mel Brooks es más que un comediante, es un mensch. Es un loco sagrado, un payaso divino, una encarnación viva de la creencia judía de que la risa puede sanar, desafiar y transformar. Su obra es alborotada, pero bajo el caos hay una claridad moral profunda. Al burlarse de Hitler, ofrece catarsis. Al burlarse de Dios, puede abrir una puerta a un diálogo teológico si uno está dispuesto. Al exponer el absurdo de la existencia pero abrazándola con ganas, genera reflexión. Y al reírse de sí mismo, nos enseña a todos cómo ser humanos.
Hay una sabiduría en el humor de Brooks que reconoce el sufrimiento, pero se niega a ser definido por él. Como todos los grandes comediantes —y siempre me viene a la cabeza aquel personaje suicida de Woody Allen en Hannah y sus hermanas que, al enfrentarse a una película de los hermanos Marx, decide que vivir vale la pena— se ríe en la cara de la muerte: no la niega, pero le quita su aguijón.
Al final, Mel Brooks es una especie rebbe con disfraz, un filósofo grouchesco, un profeta con túnica de parodia. Si a eso le sumamos su ética de trabajo, su tozudez genial durante los años en que estuvo activo, sus colaboraciones con sus amigos —bajo la idea de que si uno no colabora con ellos, colabora con el enemigo— y su control creativo pasando por encima de los estudios y los ejecutivos, estamos ante un creador total. Parece que no, porque es un comediante y no un escritor de tragedias.
En el futuro, ojalá, consideraremos sabios a los que nos hicieron reír.
Mel Brooks: su filmografía como director comentada y ponderada
Un pequeño ejercicio de apreciación; sólo se incluyen películas dirigidas por él por lo que filmes como el remake de To Be or Not To Be (Alan Johnson, 1983), sus cameos en películas ajenas o series de televisión (como la clásica Get Smart) no aparecen a pesar de tener toda la impronta Brooks. Otro día será.
The Producers (1967). Una sátira audaz sobre un productor de Broadway y su contador que planean montar un fracaso intencional para desviar fondos. Brooks, apoyándose en sus raíces judías, utiliza la absurda obra Springtime for Hitler para burlarse de la ideología nazi y de la explotación de la tragedia con fines de lucro. Esta película marcó el tono de toda su carrera, combinando irreverencia con una aguda crítica social. Un debut fílmico maravilloso. Una comedia sin igual. Un filme clásico que, muchos años después, se transformaría en un musical clásico de Broadway. Zero Mostel y Gene Wilder son dinamita juntos. ★★★★★
The Twelve Chairs (1970). Mel Brooks es, además de un genio de la comedia, un sibarita del vino y un erudito de la literatura rusa. Justamente, The Twelve Chairs es una adaptación de una novela de Ilya Ilf y Yevgeny Petrov publicada en 1928. La película sigue a un hombre que busca un tesoro escondido en una silla. Una película cálida que tiende un puente entre la Norteamérica moderna y la Europa del este del siglo XIX con un agridulce sentido del humor. ★★★★
Blazing Saddles (1974). En esta parodia del wéstern, Brooks enfrenta el racismo de forma directa al elegir a Cleavon Little como un sheriff negro en un pueblo racista. El humor atrevido de la película y la ruptura de la cuarta pared funcionan como una crítica a las injusticias raciales en Estados Unidos, reflejando el compromiso de Brooks con confrontar los prejuicios a través de la comedia. Una de las grandes comedias del cine. ¿La película que finalmente destruyó el western? Co-escrita con Richard Pryor, con un mayúsculo Cleavon Little y Gene Wilder en su punto. ★★★★★
Young Frankenstein (1974). Un homenaje cariñoso y corrosivo al cine clásico de terror, esta comedia demuestra la habilidad de Brooks para combinar tributo y parodia. Una versión de la que Mary Shelley y James Whale estarían orgullosos… o no. Igual se partirían de risa. Obra maestra. Una cima del cine hecha por amor al cine. Gene Wilder es impresionante, Peter Boyle es perfecto, Marty Feldman se luce en un papel hecho a su medida y el trío de Teri Garr, Cloris Leachman y Madeline Kahn es genio puro. ★★★★★
Silent Movie (1976). Una excelente idea. A veces da la impresión de que toda la película está construida para llegar, por fin, al gag de Marcel Marceau (quien dice la única palabra hablada en el filme), pero el guion no da tregua. Mel Brooks dedicó buena parte de su carrera a no sólo parodiar el cine, sus géneros y su historia, sino a homenajearla. De algún modo, se trata de un artista apuntando a los futuros historiadores dónde deben poner el ojo para entender la civilización a partir de un arte específico, en este caso la cinematografía. ★★★★
High Anxiety (1977). Una parodia de Hitchcock que se adentra en el mundo de los thrillers psicológicos, la interpretación de Brooks como psiquiatra refleja su visión cómica de las figuras de autoridad. La exploración de la paranoia y el control en la película alude de forma sutil a temas de opresión y supervivencia. El mismoo Hitch, por cierto, le dio el visto bueno. ★★★
History of the World: Part I (1981). Un viaje cómico a través de distintos períodos históricos, en el que Brooks utiliza la sátira para comentar las absurdidades de la historia. Su interpretación de Moisés y otros personajes refleja su herencia judía y su talento para combinar el conocimiento histórico con el humor. Una gran serie de pequeños sketches que conforman un todo brillante. Un proyecto similar es The 2000 Year Old Man, escrito y actuado junto a Carl Reiner. ★★★★
Spaceballs (1987). Una parodia de ciencia ficción que satiriza la saga de Star Wars, en la que Brooks impregna la película con su humor característico con chistes escatológicos y mucha incorrección política. Quizás el comienzo del declive. Una película la mar de divertida pero, al final, insustancial. La abuela de películas como la serie de Austin Powers. ★★★
Life Stinks (1991). Una buena idea, una ejecución débil. Brooks interpreta a un empresario que apuesta con uno de sus socios que puede vivir en la calle, sin un centavo, durante un mes entero. Lo más notable es que no es una parodia y el humor es sutil. Aún así, es una película entrañable, con un Mel Brooks humanista y cálido. ★★★
Robin Hood: Men in Tights (1993). Una parodia de la leyenda de Robin Hood, esta película muestra la habilidad de Brooks para combinar el humor físico con la sátira. Su cameo como el rabino Tuckman añade un toque personal, reflejando su herencia judía en el contexto de la Inglaterra medieval en una escena incisiva… literalmente. Divertida y muy anárquica. ★★★
Dracula: Dead and Loving It (1995). La última película dirigida por Mel Brooks (¡hasta ahora!), quien a partir de aquí dirigió sus esfuerzos al teatro musical. Mel Brooks aquí se mete con el cine de vampiros en una película muy noventera que no termina por aprovechar los talentos de un Leslie Nielsen ya también en la última parte de su carrera. Se nota que quienes trabajaron en la película lo pasaron genial, pero no puede decirse lo mismo del público. ¿Lo bueno? Ya no será el párrafo final de su carrera fílmica. ★★
C/S.