#Kino Cómo ser un detective: 100 años de 'Sherlock Jr.' de Buster Keaton
I
Qué extraña esta vida de pantallas. Qué raro que buena parte de lo que hacemos, aprendemos, sentimos, vivimos está en un panel con el que interactuamos como ventana o como espejo.
Hace cien años, en 1924, la pantalla era algo extraordinario. El cine era un arte joven, aunque ya en plena madurez, y avanzando —¡qué impresionante!— la primera treintena de su existencia. Con todo, estaba en pleno desarrollo como disciplina y como industria; su lenguaje, tan rudimentario al comenzar su andanza francesa chez les Lumière y sus pininos narrativos con Méliès y Guy-Blaché, se había refinado gracias a la teoría y la práctica de los soviéticos (Kuleshov, Eisenstein, Vertov), los británicos (Hepworth, W. Paul) y los norteamericanos (Porter, Griffith, DeMille). Los públicos se habían habituado rápido a la nueva visualidad narrativa y los estudios cinematográficos estaban tan consolidados como cualquier empresa boyante.
El cine era el cine y en el cine: no había otra manera de verlo. Había que salirse de la vida real para adentrarse en la del celuloide, ponerle pausa a lo cotidiano para atender las imágenes y no al revés como suele suceder hoy.
Quisiera, aunque es complicado, sentir esa novedosa excitación de un público ante la perspectiva de pasar un rato en la oscuridad frente a una proyección de imágenes en movimiento. Quisiera, aunque resulta casi imposible porque nuestra era está tan llena de estímulos que atacan por todos los flancos a todos los sentidos que resulta en una cancelación de fuerzas encontradas. Queda hacer un ejercicio de imaginación.
Aún así, en la primavera de 1924, cuando Buster Keaton, el gran genio cara-de-piedra de la comedia muda, mostró su nueva película a un puñado de ansiosos espectadores en Long Beach, California, pudo escucharse casi a unísono un suspiro de decepción. A pesar de haber trabajado durante cuatro largos meses en ella —la práctica estándar, y ya se consideraba tardado, era de dos—, Keaton se encontró con que el público no sólo no se reía con sus arriesgados gags, sino que, al salir, comentaban lo fallido que habían encontrado el filme. Desconcertado, regresó al cuarto de edición para volver a darle forma a una historia en la que él creía con fervor. Al final, se quedó con una película compacta de cinco rollos de duración.
Sherlock Jr. se estrenó, en su versión definitiva, un domingo 21 de abril de 1924 en Los Ángeles. El público se rió y los críticos estuvieron complacidos y, sin embargo, no fue un gran acontecimiento. Buster Keaton, resignado, se declaró satisfecho: era justo el filme que él quería que fuese. Había arriesgado el físico, había usado técnicas novedosas para narrar su historia, había superado un rodaje difícil —en el que participó, brevemente, un Fatty Arbuckle recién absuelto por la justicia, pero aún groggy del proceso y, por tanto, volátil y agresivo en el set— y, al final, tampoco tuvo una mala taquilla. No era el filme “uno de mis grandes”, como llegó a decir Keaton a la prensa, pero había cumplido.
El tiempo, sin embargo, diría otra cosa. Hoy que Sherlock Jr. cumple cien años, es evidente.
II
Buster Keaton comenzó su carrera en el vodevil cuando era un niño. Cuando incursionó en el nuevo medio del cine, ya llevaba toda una vida entreteniendo gente en escenarios con su marca registrada de slapstick y calculada torpeza. Su expresión impávida y su agilidad corporal le coloraron, rápido, a la altura de Charlie Chaplin y Harold Lloyd. Fue una rutilante estrella del espectáculo, una leyenda en vida, un revolucionario del cine, un icono del siglo XX.
En los años veinte, pocos —si no es que nadie— tenía un currículum tan impresionante como el suyo, siendo director, escritor y protagonista de sus propias películas. Ahí tenemos una retahíla de obras maestras: One Week (1920), con su icónica escena de la ventisca; Cops (1922), con sus caricaturescas persecuciones; The Navigator (1924), que ocurre en un bote y contiene escenas subacuáticas; The General (1926), una de las más grandes películas jamás filmadas; Steamboat Bill Jr. (1928), una arriesgada comedia incomprendida en su tiempo y que ha ganado el estatus de clásica; y The Cameraman (1928), la última película en la que tuvo control total, una obra maestra del romance y una de esos homenajes tempranos al arte del cine.
Hoy es fácil —y evidente— aseverar que Buster Keaton fue un genio, un iluminado, uno de los grandes cineastas de su tiempo y uno de los grandes desarrolladores de la comedia fílmica. Pero por años fue distinto. Durante los ‘30, su carrera declinó y él cayó en el alcoholismo. Keaton era un artista puro y, distinto a Chaplin, los negocios no eran su fuerte. Perdió independencia ante el poder de los estudios, que lo limitaron, y terminó por incorporarse al engranaje de la industria como un actor a sueldo y ya no como un creador.
Tras dos décadas de zozobra y depresión, los años ‘50 le trataron mejor con cameos en filmes grandes —Sunset Boulevard (1950) de Billy Wilder y el oscareado Around the World in 80 Days (1956) de Michael Anderson son dos de ellos—, una entrañable película junto a Chaplin —Limelight (1952)— y una seguidilla de anuncios y apariciones en televisión que se extendieron hasta los ‘60. En 1965, la National Film Board de Canadá le hizo protagonizar el maravilloso cortometraje The Railrodder, un genial homenaje a su carrera, y terminó su andar como los grandes en Film (1965), escrito —nada más y nada menos— por Samuel Beckett y dirigido por Alan Schneider. Keaton murió en febrero de 1966.
El documental de Peter Bodganovich sobre Keaton, The Great Buster: A Celebration (2018), es un excelente repaso por su carrera desde el punto de vista de un cineasta que, a su manera, también revolucionó el arte en la segunda mitad del siglo XX.
III
Sherlock Jr. es una de las grandes películas de Buster Keaton. Lo que quiere decir que Sherlock Jr. es una de las grandes películas de todo el cine. Aunque la recepción fue tibia en su momento, el tiempo le ha hecho muy bien. Hemos podido apreciarla por lo que es: una historia entrañable y divertidísima, de la que es difícil apartar la vista durante los cuarenta y cinco cortísimos minutos que dura. Que es una comedia que se vale de todos los trucos físicos y fílmicos que Keaton conocía… y que incluso tuvo que inventarse alguno. Resulta emocionantísimo, casi incomprensible hoy, ver en tiempo real cómo el cine crecía, se ensanchaba, descubría nuevas maneras de ser.
La trama comienza con un pequeño hombre —los de Keaton, de Chaplin, de Harold Lloyd y de todos los grandes de la comedia clásica son así, pequeños hombres que, gracias a su vitalidad y a su atrevimiento, se convierten en grandes hombres— y una chispa que lo hace moverse. Se trata de un proyeccionista de cine, un oficio en desuso, como tantos, que al mismo tiempo estudia para convertise en detective. Cuando un problema en su vida le carcome la cabeza, la realidad y la imaginación comienzan a fundirse en una sola.
La escena central de la película, a pesar de todos los logradísimos gags que la rodean, es aquella en la que nuestro proyeccionista se queda dormido y sueña que entra en la pantalla de cine. Además de que Keaton siempre dijo que esa idea fue el pretexto para la película toda, estamos ante una de las más brillantes secuencias de cualquier filme temprano: la puesta en escena del sueño de miles, quizás ya millones, de personas que querrían cambiar su vida por la de la pantalla. La idea fue luego llevada al extremo en 1985 por Woody Allen en La rosa púrpura del Cairo, aunque también en buena parte por la genial Duck Amuck (1953) de Chuck Jones.
Pero es una de las cientos de ideas que Keaton logró concretar en apenas cincuenta minutos: es una película extradiegética, mágica, en la que tuerce los tropos del lenguaje del cine para ser no sólo expresivo, sino poético; así de mucho quería Buster a su público: no quería sólo divertirla, sino hacerla feliz. Aquí, el cine despegó a ser no sólo una ilusión, sino una concreción de esa ilusión, cuando —en sentido contrario y complementario a lo que pasa en la escena discutida arriba— se salió de la pantalla para ser parte de nuestra vida
Sherlock Jr. es vanguardista desde su raíz. Gracias al genio de Keaton y de su camarógrafo Elgin Lessley, lograron plasmar en celuloide cosas que antes sólo podían imaginarse. La técnica de la doble exposición, en la que dos imágenes se superponían de manera analógica para dar la ilusión de dos cosas, o dos planos, sucediendo al mismo tiempo, es totalmente surrealista y encantó lo mismo a Salvador Dalí que a Luis Buñuel. La técnica es la expresión y Buster Keaton lo sabía muy bien.
Pero no es todo truco de camara. Keaton, siempre con la influencia de Harry Houdini en mente —el famoso escapista le puso el nombre “Buster” en las épocas del vodevil—, sabía que todo riesgo debía ser tomado, era la única manera de que el arte fuera real. Filmó numerosas tomas de sus peligrosas hazañas físicas e, incluso, se rompió el cuello en la escena de la cisterna de agua, aunque no lo descubrió hasta años después cuando un doctor le revisó a fondo: entonces, sufrió de graves dolores de cabeza que, si bien le quitaron horas de rodaje, no le impidieron seguir trabajando. No es raro saber que Johnny Knoxville de Jackass es un fanático irredento de Keaton.
Sherlock Jr. es un filme para ver una y otra vez. Cada ocasión garantiza un descubrimiento nuevo. A pesar de todo lo que he intentado decir aquí, me quedo corto. Se estrenó en 1924 y esto lo escribo en 2024. Y las sorpresas no disminuyen.
IV
¡Felices cien años, Sherlock Jr., desde un mundo paradójico de pantallas e insensibilidad! Y, ojalá, dentro de otros cien haya aún gente que sepa apreciarla. Yo ya no estaré por acá, pero les encargo celebrar eso a ustedes. Pasen la antorcha, que siga encendida.
C/S.