Nick Drake, este mundo no es para ti. Una exploración ¿bíblica? del músico y poeta a 50 años de su muerte
En el pequeño pueblo de Tanworth-in-Arden, en el condado de Warwickshire, en el centro de Inglaterra, se encuentra el cementerio de St. Mary. Ahí, una lápida entre muchas dice: Now we rise and we are everywhere, “Ahora nos elevamos y estamos en todas partes”. Ahí yace un hombre como tantos otros, magnífico y genial, que se llamó Nick Drake y que, contrario a otros de los que descansan a su alrededor, legó al mundo una herencia de canciones.
Nicholas Rodney Drake (1948-1974) es un artista que parece separado a todos los demás, casi un género propio en sí mismo. Si bien podemos enmarcar su carrera en la corriente del folk pastoral inglés de finales de los ‘60 e inicios de los ‘70 del siglo XX, su vida y obra es la de un trágico romántico decimonónico o, tal vez, una versión masculina de Esther Greenwood, la protagonista de The Bell Jar de Sylvia Plath. En el contexto de la era pop, podemos decir que Nick Drake es icónico por el alcance de su música entre otros músicos y entre iniciados, pero está lejos de estar en el panteón de la consciencia colectiva de los héroes de la canción moderna. Y es que, aunque sus discos caben perfectamente entre los de Bob Dylan, Leonard Cohen, Joan Baez, Joni Mitchell, Fairport Convention, Carole King, Van Morrison e incluso los Beatles, su música es incluso aún más intimista, claustrofóbica, un canto que resulta al mismo tiempo inquietante y espiritual. Hay que entenderlo como un escultor o un pintor cuya vida se vuelca por completo a una obra que sólo después de la muerte del artista encuentra un rincón en la vasta historia de las cosas. Porque, quizás, como son lo mismo, vida y obra, tienen que fundirse en una sola y, por tanto, una parte debe arder.
Nació en Birmania de padres aristócratas y se crió en una casa familiar campestre, tradicional, en la que se leía poesía, se bebía té y se tocaba el piano, en una Inglaterra cuyos cimientos habían sido sacudidos por los grupos beat, la nueva y caprichosa cultura del Swinging London, la psicodelia y el rock. Pero al centro de las dinámicas familiares estaba el arte y había una gran tolerancia hacia cualquier expresión de espíritu creativo. Su padre, Rodney, era un ingeniero que había viajado y hecho fortuna en las colonias; su madre, Molly, escribía poesía y canciones que cantaba a sus hijos sentada al piano en la sala de la casa; su hermana, Gabrielle, encontró en el teatro una razón para su carácter abierto y alegre, estudiando en la Royal Academy of Dramatic Art y, tiempo después, haciendo carrera en la televisión inglesa y en el cine.
Nick Drake se enamoró de la música siendo un estudiante en el prestigioso colegio de Marlborough. Aprendió a tocar el piano, el clarinete y el saxofón; incluso formó parte de The Perfumed Gardens, un combo pop de vida muy breve. Terminó adoptando la guitarra como arma de batalla tras escuchar el primer disco de Leonard Cohen, que le impresionó por su expresividad y su profundidad.
Durante esos años, viajó a Francia, donde, entre París y Marsella, vivió como un bohemio, cantando por monedas, bebiéndose las sobras de los vasos abandonados en las mesas de los cafés y experimentando con drogas alucinógenas; llegó a conocer, en una de estas expediciones, a los Rolling Stones. Cuando regresó para estudiar en Cambridge, se encontró con que ya le era un mundo ajeno. A pesar de que era atlético y se le daban bien el rugby y el cricket, lo único que le interesaba de verdad era la música. Había adquirido una maestría en el instrumento que le colocaba en un nivel distinto a muchos de sus amigos y compañeros de viaje, desarrollando una serie de extrañas afinaciones y una perfecta técnica de punteo. Su voz y las cuerdas se amalgamaban en una vibrante armonía y se veía a sí mismo a la par de Phil Ochs, Donovan o los mismos Baez y Dylan.
En este punto de la historia, ingresa un personaje crucial: Joe Boyd. Uno de los productores más importantes de los tardíos ‘60, gran partidario del folk rock, la psicodelia y las técnicas de grabación de vanguardia; había trabajado ya con The Incredible String Band, Pink Floyd, Soft Machine y Fairport Convention, además de otros actos de folk, canción tradicional y música india.
Juntos grabaron su álbum debut, Five Leaves Left (julio, 1969), un disco sobrecogedor. Armando de canciones de estructura sencilla pero de complejas armonías, letras llenas de poesía simbolista, fue grabado para hacerlo sonar como si Nick Drake estuviera en la habitación del oyente, cantando para él, pero con arreglos orquestales de Robert Kirby que convertían su música en una de paisajes impresionistas. Cuenta Joe Boyd que Nick Drake solía grabar sus partes en una sola toma, aislado, en la oscuridad, abstraído a sus pensamientos y sus acordes raros.
Fue, en su momento, un disco muy incomprendido. Sus ventas fueron raquíticas. A pesar de que John Peel lo tocó varias veces en su muy influyente programa de radio, la indiferencia se transformó pronto en frustración. Lo que siguió no fue mejor, pues los intentos de conciertos de Nick Drake eran una serie de largos silencios mientras afinaba y reafinaba su guitarra ante la indiferencia de una audiencia desconcertada.
Se mudó en esta época a Londres, para estar al centro de la actividad musical. Un nuevo álbum, Bryter Layter (marzo, 1971), contenía canciones en la misma vena de folk acústico pero con una producción un tanto más elaborada. El resultado fue el mismo: un ensordecedor silencio de un público confundido. Pasaba semanas encerrado en un apartamento, apenas hablando con algunos amigos —entre ellos Boyd y Kirby— y haciendo viajes esporádicos a la casa familiar en Warwickshire. En estos meses erráticos, tomaba a veces el auto y desaparecía; en ocasiones, tenía pequeños accidentes en los caminos secundarios por los que circulaba o regresaba caminando a la finca, explicando que el coche se había descompuesto.
Su siguiente trabajo fue distinto. Acaso su disco definitivo, Pink Moon (febrero, 1972) se grabó en dos noches con John Wood, ingeniero de sonido, capturando la esencia de Nick Drake, sólo su voz y su guitarra. El álbum dura apenas 28 minutos pero son un manifiesto espiritual y un testamento material. Aunque Pink Moon no corrió con mejor suerte que sus predecesores, ya Nick Drake estaba más allá del bien y del mal. Había grabado su obra maestra y apenas tenía 24 años.
Regresó a Warwickshire. Puede interpretarse como una aceptación de la derrota, pero hay evidencia que apunta a lo contrario. Nick Drake seguía escribiendo y tocando, planeando un nuevo disco; si bien sí fue el inicio de su caída hacia el abandono, el lento comienzo de su muerte, no se trató de una inevitable espiral descendente. Su padre llevó en estos meses un diario en el que consigna las jornadas buenas y las malas con un estoicismo conmovedor. Los días encerrado en su cuarto y los largos paseos por los jardines; las crisis nerviosas y las tardes en la sala de estar con Molly y Gabriella; los ínfimos cheques de regalías y las amorosa correspondencia con Sophia Ryde. Pero, al final, ganó la oscuridad.
Nick Drake se fue a su habitación la noche del 24 de noviembre de 1974 y cerró la puerta. Lo encontraron tendido en la cama la mañana siguiente. Los doctores decretaron envenenamiento por amitriptilina.
Nick Drake, con su profundo sentido de introspección, su soledad existencial, su melancólica belleza, presenta cualidades que se alinean con el concepto del Adán II que describe el gran rabino y pensador Joseph B. Soloveitchik en su obra La soledad del hombre de fe. Este arquetipo representa a este hombre de fe sintonizado con las dimensiones existenciales de la vida que, sin embargo, sostiene una dura lucha con el aislamiento desde el que confronta preguntas abismales sobre la existencia humana, lo divino y los posibles significados del sufrimiento.
Joseph B. Soloveitchik (1903-1993) es uno de los grandes pensadores del siglo XX. Parte de una dinastía de notables rabinos, nació en Pruzhan (en lo que hoy es Belarús), parte del imperio ruso. Su padre era un riguroso talmudista y su abuelo una notable autoridad en la halajá, la ley judía. Pasó por varias yeshivot, escuelas tradicionales, y estudió filosofía en la Universidad de Berlín, donde se familiarizó con el trabajo de Kierkegaard y Heidegger. Su pensamiento, entonces, armoniza su legado con la modernidad; por ejemplo, enfrenta su profundo conocimiento de la Torá con la novedosa crítica bíblica que abrevaba del análisis literario y del método científico. Uno de los resultados notables de este ejercicio es el libro La soledad del hombre de fe, cuyo argumento central surge de una interpretación de dos pasajes bíblicos que versan sobre la creación del hombre.
Y es que, cuando uno lee el texto, aparecen no una, sino dos versiones sobre la creación y, por tanto, parece haber dos personajes llamados Adán.
La presencia de dos Adanes en la Biblia, que una lectura superficial o sesgada podría considerar un error editorial, sugiere cosas que han sido ya objeto de interpretación erudita, tanto en lo teológico como en otros campos. Se trata de dos representaciones intencionales, con propósito.
En resumen, las dos versiones de la creación en Génesis son así: la primera describe la formación de la humanidad como parte de un proceso cósmico y universal; en esta historia, el humano es creado a imagen de Dios, hombre y mujer juntos, como parte de un dictado de Dios. El análisis de Soloveitchik parte de una aguda lectura, de un enfrentamiento con el texto. En esta primera versión, אָדָם, Adán, el primer hombre, es “creado a imagen de Dios”. En 1:27-30 es un personaje al mismo tiempo masculino y femenino que recibe el mandato de ser fructífero y multiplicarse, dominar la naturaleza, moldear el cosmos y reducirlo a su tamaño, custodiar el mundo el nombre de su creador. Es, según Soloveitchik, un ser funcional y hasta pragmático, utilitario, mundano. Le llama, de manera esquemática, Adán I.
En la segunda se provee una narración detallada y antropocéntrica en la que el primer hombre se construye desde el polvo de la tierra; la generación de חַוָּה, Eva, la primera mujer, se da a partir de la parte del cuerpo de Adán. Esta versión hace énfasis en los aspectos personales y relacionales de la creación de la humanidad, en la que los hombres reciben responsabilidades específicas en cuanto al cuidado del Gan Eden, el Jardín del Edén (Génesis, 2:15). Soloveitchik lo designa como Adán II.
La teoría crítica del texto habla de distintas fuentes o tradiciones que conformaron, a partir de una especie de popurrí textual, los relatos canónicos, un ejemplo temprano de intertextualidad. Pero, incluso bajo esta explicación, que ambas versiones convivan dentro del mismo flujo del texto nos habla de un propósito ulterior: hablar de la complejidad de la condición humana y su relación con la divinidad y con el universo. Son dos perspectivas que, más que contradecirse, se complementan.
Adán II, según Soloveitchik, es un personaje marcado por la soledad y por su insularidad. Conoce su propia fragilidad y se reconoce en la tensión entre una búsqueda de autonomía e independencia y una sumisión a un poder más alto, divino. Su destierro no es sólo social, sino una amplia soledad metafísica, un sentimiento de separación del mundo al tiempo que busca una conexión con algo más alto, más allá, algo que no puede alcanzarse del todo porque el cuerpo mismo es, al tiempo, medio y obstáculo.
La música de Nick Drake encuentra su reflejo en esta sensación de separación, de otredad. Sus canciones son de una introspección salpicada de melancolía, un lonely engagement with the world, y vive cuestionando qué lugar ocupa en él. Sus canciones no abordan únicamente el sufrimiento personal, sino que resuenan con una soledad casi universal, tan alienante como redentora, como el aislamiento del Adán II. Sus letras y sus acordes, casi siempre en afinaciones raras, nos pintan el cuadro de un hombre que lucha con preguntas que no tienen respuesta mientras contempla la naturaleza transitoria de la vida. La gran paradoja del hombre de fe: la vida es dura, pero qué hermosa; la vida es todo, pero qué breve.
Su trabajo y su vida personal son una sola cosa. Nick Drake era un individuo muy privado que construyó alrededor de sí fronteras infranqueables incluso para sus más cercanos que, al mismo tiempo, buscaba en el otro la aprobación y el cariño. Pero su mundo estaba lleno de personajes que eran como el Adán I: creativos, sociales, con impulsos de dominar la naturaleza. Nick Drake respetaba estos rasgos al grado que lo intimidaban, pero no podía identificarse del todo con ellos. Es posible que lo que sus diarios y los de su familia —su padre no abandonó la escritura de su diario ni siquiera el día de la muerte de Nick Drake— consignan como una posible enfermedad mental sea un diagnóstico clínico certero, pero no uno espiritual: su desconexión del mundo, su melancolía expansiva, era puro anhelo. Anhelo de algo que sabía que existía más allá de las formalidades de la existencia mundana. Su lucha interior se expresaba con su música —compleja, desconcertante, magnífica— en un intento que a nosotros como escuchas más o menos pasivos nos parece de una belleza inigualable; para él, un Adán II, eran intentos incompletos e inconexos de expresar lo inefable.
La tensión del Adán II de Soloveitchik entre la libertad humana y la obediencia a un poder externo, superior, es uno de sus grandes problemas filosóficos. El Adán II no es libre en el sentido de que pueda actuar como le plazca; su albedrío se define a partir de su compromiso para cumplir la voluntad divina de la que, de un modo u otro, él es instrumento a pesar de no lograr comprenderla del todo. Es justo una de las grandes características del Adán II: se pone a disposición de algo que es más grande que él. El peso existencial de esta situación termina en una paradoja: la verdadera libertad se encuentra en la sumisión a un propósito más grande.
La obra de Nick Drake está muy lejos de ser religiosa, aunque su imaginería y, sobre todo, sus temas centrales podrían abordarse desde este punto de vista sin demeritar ni su música ni las pretensiones espirituales de este tipo de análisis. Esta tensión entre la autonomía y el impulso de la búsqueda de algo mayor es un motor interno de significado y un fascinante proceso poético-metafísico, pues el artista, guiado por impulsos generados por fuerzas externas a él, usa los mecanismos que sí le pertenecen —su talento, su sensibilidad, su aprendizaje— para intentar dar forma humana y abordable a esta búsqueda que puede definirse como abstracta, aunque el término no termina de hacerle justicia. Y, entonces, su incapacidad para encontrar un lugar claro y absoluto en el mundo, su rechazo al éxito entendido en el sentido mundano y su búsqueda de una profundidad a la que sólo se puede llegar mediante renuncias severas, son manifestaciones de esta tensión entre la independencia y la entrega. Las canciones de Nick Drake añoran un lugar de paz y añoranza con la certidumbre de que no existe.
El Adán II de Soloveitchik reconoce el sufrimiento no sólo como un hecho de la vida, sino como algo que habla de las realidades más recónditas de la condición humana. Así, no huye del sufrimiento —aunque no por ello deja de dolerle— y, si se sumerge en él, es porque busca significado allí. Se trata de una experiencia profunda que puede abrir portales para conectarse con lo divino y, por tanto, dotar de nuevas luces a la experiencia humana.
La música de Nick Drake alude de modo directo al sufrimiento. Lo enfrenta, lo abraza, lo envuelve. Pero sus canciones jamás se hunden en la desesperanza ni se deslizan hacia el nihilismo de las causas perdidas. Poseen, al contrario, una tranquila delicadeza, una fuerza pétrea que se expresa en una voz que nunca grita y unos acordes que, con conjugaciones inesperadas de notas que vibran con luz propia, resuenan con una fe total en el poder de la armonía. Nick Drake nos dice así que, a su entender, el dolor y la belleza son inseparables; es en el vaivén entre uno y otro que se encuentra el sentido y que, sin embargo, no puede explicárnoslos. No hay una respuesta. Pero nos abrió, con su música, un portal para que, quien tenga oídos, escuche y pase por el puente a lo desconocido que él ya se encargó de tender. Y fue una empresa en la que se le fue la vida.
Lo imperfecto y lo transitorio, entonces, son parte necesaria de la vida. El Adán II de Soloveitchik entiende que la vida es incompleta, que la búsqueda debe contentarse con abrir nuevas preguntas y que las conclusiones definitivas sólo merman la comprensión de un posible significado. Más aún: el mundo no ofrece, ni ofrecerá, respuestas fáciles. Podemos entender sus mecanismos, incluso replicarlos, pero sus motivos permanecen en misterio.
Si hay un adjetivo que puede calificar la obra de Nick Drake, la palabra es “frágil”. No hay orquestación posible que apuntale sus canciones que avanzan en el oído con la amenaza latente de derrumbarse en cualquier momento. Y, sin embargo, aunque siempre llegan a su final —y cuántas veces no arranca un suspiro, a veces de pura inspiración, pero las más de alivio que pudimos cerrar, junto a Nick Drake, un pequeño ciclo de insondable calado al que terminamos dando el nombre, a falta de uno mejor, de “belleza”; lo inefable, precisamente— nos recuerdan el hecho incómodo de que la existencia es bella precisamente porque se acaba. Todo trabajo es un trabajo incompleto.
El reconocimiento sirve de muy poco. Pero eso ya es otra cuestión: no por ello va a dejar de hacerse el trabajo. La búsqueda no está en el hallazgo, sino en su posibilidad, en los pasos avanzados, en los recovecos iluminados. Eso es encontrar. Lo trascendente parece inalcanzable. Pero, es que, ¿no dejaría de serlo si pudiéramos tocarlo?
Una de las canciones más nickdrakeanas del canon pop es “I Am the Cosmos” de Chris Bell. No tanto por su abordaje sonoro —basado en guitarras estridentes, un ritmo marcado por una batería, una voz que prueba sus límites— sino porque comparten la intención de expresar una soledad metafísica, cósmica. La certeza de estar solo en el universo pero conectado profundamente a él. Pero es que la búsqueda de propósito, de sentido, es solitaria. Incluso cuando Adán II —o Nick Drake, o Chris Bell— están rodeados de belleza, amor, de fugaces momentos de alegría, no pueden dejar de sentir que están apartados del mundo; esta separación los conecta más a él.
Pienso en Pink Moon, el último disco que grabó Nick Drake, desnudo de orquestaciones, una conversación entre su voz y su guitarra; me parece un disco en el que resuena una triste y brillante resignación, un reconocimiento de que el abismo entre el mundo y su interior no podrá cubrirse nunca. Pero hay, a la vez, una tranquila aceptación, el firme conocimiento de que hay cosas que están más allá del entendimiento humano, y así está bien. Como el Adán II, el viaje de Nick Drake no resolverá las tensiones, sino que vivirá en ellas. El significado está en la lucha, no en la resolución.
En contraste, al intentar colocar a Nick Drake como un Adán I surge un personaje condenado a su propia condición. Esta figura bíblica representa a la humanidad en busca de dominio, autonomía y la consecución de logros mundanos, contrario al Adán II, introspectivo y en sintonía espiritual. Sólo en la noción de la condena de Adán I —en el sentido de estar desconectado de las verdades espirituales más profundas y atrapado en un ciclo de frustración existencial— parece alinearse con la trágica vida de Nick Drake.
Según Soloveitchik, Adán I es una figura definida por su búsqueda del dominio del mundo, traducido en logro y autosuficiencia. Es impulsado por un deseo inherente de moldear el paisaje y dar sentido al universo. En esta ambición existencial, el individuo se ve a sí mismo separado de lo divino pero con la jurisdicción de manipular su entorno a través del intelecto y la voluntad.
Nick Drake, en contraste, fue un artista cuya creatividad y deseo de autoexpresión parecían surgir de una tensión interna en lugar del deseo directo de dominar el mundo. La lucha de Nick Drake es la de controlar su identidad y encontrar su posible lugar en un universo extraño. Por ello, su viaje termina en la desilusión y la alienación, porque este mundo no puede ser completamente controlado ni comprendido.
La música poética de Nick Drake, llena de añoranza y melancolía, es un reflejo de la búsqueda del Adán II de significado, belleza y trascendencia de cara a un mundo confuso y que responde al sufrimiento con un silencio indiferente, enorme.
En el pequeño pueblo de Tanworth-in-Arden, en el condado de Warwickshire, en el centro de Inglaterra, se encuentra el cementerio de St. Mary. Ahí, una lápida entre muchas dice: Now we rise and we are everywhere, “Ahora nos elevamos y estamos en todas partes”. Ahí yace un hombre como tantos otros, magnífico y genial, que se llamó Nick Drake y que, contrario a otros de los que descansan a su alrededor, legó al mundo una herencia de canciones. Se cumple el primer medio siglo desde su muerte. Y, como los textos esenciales, su música está cada vez más viva.
C/S.