#PopMatters "I locked the door to my own cell and I lost the key". 30 años de 'Dookie' de Green Day
Dookie, el disco emblema de Green Day, salió a la venta el 1 de febrero de 1994. Un álbum que salvó al rock de Estados Unidos.
Le dio una continuidad cultural y comercial. Al mismo tiempo, le otorgó un nuevo carácter. O, quizás, le devolvió uno que se había perdido con el grunge, que se hundió en su propia sordidez: el rock’n’roll operó, desde siempre, a partir de la consciencia de uno mismo, pero con una especie de levedad que permitía lo mismo reírse y jactarse de lo que uno era o podía llegar a ser. El grunge se devoró a sí mismo porque, en lugar de definirse y adaptarse, sucumbió a su solemnidad y a su ethos torturado. Kurt Cobain, la voz de una generación, terminó matándose ese mismo año. El maldito mito del burning out en lugar de fading away.
¿Y qué pasaba con toda esa juventud que, a pesar del desencanto y el aburrimiento, no estaba ni cerca de ser suicida? ¿Cuántos que se identificaban con él se sintieron traicionados? ¿Qué seguía? ¿Qué pasa cuando un héroe se anula a sí mismo?
Green Day llevaba ya rato haciendo ruido en la costa oeste. Era uno de esos grupos californianos de los que todos los enterados conocían de años. En 1994, eran ya unos veteranos que habían girado por Europa, tenían un catálogo nutrido de una saludable cantidad de potentes canciones punk y, por si fuese poco, la reputación de ser insuperables en vivo. Hoy, que el concierto como fenómeno cultural es más una situación de ver y ser visto —de comprobar que uno existe en la era de la red social— y, como tal, puede converger con muchos otros usuarios en un espacio en el que van a generar contenido a partir de lo que un espectáculo central ofrece, la noción de tocar en vivo es distinta. En 1994, era la manera más activa —y ritualística— de formar parte de la cultura del rock.
Terminaron formando con una major (Reprise, fundada por Frank Sinatra), el siguiente paso lógico. Holden Caulfield —el inevitable personaje de The Catcher in the Rye al que Green Day ya referenciaba en su segundo disco y del que tomaron su contradictorio carácter de intensidad y levedad en su desprecio por sí mismo y los demás; self deprecating, dirían los ingleses— les habría reclamado en grande, les habría llamado vendidos. Muchos de sus seguidores lo hicieron. ¿Pero qué iban a hacer? ¿Subirse a los mismos buses para andar de ciudad en ciudad tocando para unos cuantos fieles o volverse pop —populares, populistas— y armar una descomunal fiesta a la que todos estaban invitados? Sabían que traían algo bueno entre manos. No tenía sentido mantenerse pequeños.
Lo primero habría sido muy punk, en un sentido tradicional. Pero, ¿qué es menos punk que la tradición? El trío —Billie Joe Armstrong en la voz y guitarra, Mike Dirnt en el bajo, Tré Cool en la batería: no hace falta más— eligió bien, más allá de sus decisiones posteriores. Se metió por tres semanas a los estudios Fantasy en Berkeley, California, con Rob Cavallo al mando de la producción; lo más que habían tardado antes en terminar un disco eran tres días. El sonido creció, de modo que sonara potente en la radio, en la tele, en cedé. La energía del Green Day en vivo no podía capturarse más que en vivo. ¿Por qué no intentar aprovecharse del estudio para hacer brillar esas canciones que conjugaban una hermosa furia adolescente con unas bienmandadas melodías, unos ritmos trepidantes con unos coros para gritarse a todo pulmón en una habitación, un bar o un estadio?
La deuda de Green Day en Dookie ya no es con los Sex Pistols, sino con The Jam, The Clash y Stiff Little Fingers. De los primeros, tomó esa sección rítmica tan nerviosa y la arrogancia de una juventud que se sabe efímera; de los segundos, la falta de prejuicios; de los irlandeses, la lección de transformar la furia y la alienación en un guapísimo ruido. Green Day se abrió al mundo y logró conectar, a partir de unos pocos acordes y un sonido tan disciplinado que salía espontáneo, con un montón de gente que, de pronto, recordó que el rock’n’roll era brillante y vital justo 30 años después de la primera invasión de los Beatles a Norteamérica.
El britpop ya había comenzado su acometida. Con el grunge nadando en su propia piscina de lágrimas, sudor y Budweiser, Green Day significó una bocanada de aire fresco. Parte de ello era calculado, pero no puede desestimarse el hecho de que el grupo se lanzó de cabeza, con un alto grado de temeridad, al volcán bullente de las grandes ligas del pop que ya había consumido a Cobain y a muchos otros: la tele de cable, la radio, las revistas, los discos compactos como puente hacia la posibilidad de una generación desencantada —y que así lo decía, sin eufemismos— en la resaca de la Guerra del Golfo, de los bizarros primeros años de Clinton y la corporativización de MTV.
1994 fue el año del mundial de futbol en los Estados Unidos, de los Simpsons en el pico de su popularidad y la institucionalización del sarcasmo como lenguaje de la juventud desencantada. El desempleo no era aún una amenaza que se cernía como una pesadilla, pero las opciones eran huecas y abocadas al tedio y a la oquedad: es el año de Clerks de Kevin Smith. Las promesas de la generación jipi, ahora convertida en la clase ejecutiva, no sólo no se habían cumplido sino que se revirtieron: las marcas tomaron el control de la política y el ciudadano terminó de mutar en consumidor en una economía que, para subsistir, exigía un sistema que fagocitaba los recursos, incluyendo los humanos.
Green Day vivió un momento, en agosto de ese año, en Woodstock ‘94, que resume bien el desconcierto de la época. Al finalizar su aparición, el público comenzó a lanzarle lodo (y quién sabe qué cosas más). El grupo respondió recogiendo boñigas del escenario y devolviéndolas a la audiencia. Armstrong, con el gesto torcido y ambiguo, se acercó al micrófono a gritar: “I don’t wanna be a mud hippie like you!”
Dookie suena intenso aún. Porque lo es. Y porque tiene treinta años, apenas: es un jovenzuelo todavía. Incluso hay que caer en el lugar común: es un verdadero tour de force. No da tregua y, en cuarenta minutos de gallardo frenetismo, nos presenta una serie de retratos suburbanos de una adolescencia ansiosa, desarraigada y sometida al aburrimiento de la rutina, el mundo adulto y los medios de comunicación. En Dookie, Green Day transforma el hastío y la apatía en canción. Más allá de categorías académicas rígidas, uno de los logros del punk fue la cruda posibilidad expresiva del ruido, como los niños que gritan o azotan sus juguetes porque no cuentan con un lenguaje más sofisticado. El democratizador ruido de la incómoda furia.
Lejos de ser concebido como un disco conceptual, nos pinta, sin embargo, a un personaje arquetípico que siente que, en su vida, sólo puede controlar un puñado de cosas: el volumen de su estéreo, las telas que se pone —o no se pone— encima y la masturbación, que de todos modos comienza a aburrirle. Es dueño de casi nada: sus horas de sueño las posee una escuela autoritaria e incomprensible, su espacio está determinado por sus padres y vecinos, no sabe cómo hacer de su vida, su vida. Apenas tiene dinero y ya se lo exigen todas las marcas a su alrededor, como un panteón de caprichosos dioses paganos que lo acechan en forma de publicidad. No tiene control ni de su propio cuerpo, dominado por hormonas invisibles y tiranas. Pero descubre, a partir de sus quejas, que sí tiene poder sobre el lenguaje y la música: su primera persona lo valida en el mundo cuando aprende a usarla. Como un Holden Caulfield con cabello teñido, sucumbe a su confusión poniéndola en palabras y en power chords. Existe. Vive. Ya es algo.
Dookie vendió millones y puede considerarle, con todo derecho, uno de esos discos de la era pop que hay que estudiar por lograr capturar el espíritu de su tiempo y de trascenderlo sin depender de su contexto para impactar. Es, en otras palabras, un clásico.
C/S.