#לִלְמוֹד El sionismo en el marco de la historia
El sionismo, el movimiento político que buscaba el retorno de los judíos a su tierra ancestral, es un fenómeno del siglo XIX. Si bien el regreso a la tierra es una añoranza milenaria, aparece en las plegarias —Salmo 137:51, por ejemplo— y en la liturgia —el rezo en dirección a Jerusalén es un caso central—, es un tema recurente en la literatura y es un valor esencial para la cultura y la religión, fue por siglos sólo un deseo latente. En palabras de la historiadora Anita Shapira: “El anhelo por Sión era ciertamente un componente intrínseco de la psique y los sentimientos judíos” (Shapira, 15). El deseo era latente pero, al mismo tiempo, pasivo.
Es, sin duda, una paradoja. Lo explica bien el politólogo Shlomo Avineri: “Por un lado, no caben dudas sobre la profundidad e intensidad del nexo entre el pueblo judío y la Tierra de Israel: siempre existió una comunidad judía, aunque pequeña, viviendo en Palestina” (Avineri, 13). En dieciocho siglos, el lazo de la diáspora con Israel se mantuvo, fundamentando “el sistema de valores de las comunidades judías a lo ancho del mundo, y en su autoconciencia de grupo” (ídem). De haberse roto, entonces “el judaísmo se hubiera convertido en una mera comunidad religiosa, perdiendo sus elementos étnicos y nacionales” (ídem). Aún así, las comunidades no emigraron, al menos no en masa; fue únicamente un fenómeno individual.
Hay varios motivos para esto. Desde nociones religiosas en las que era la historia la que llevaría inexorablemente al pueblo de regreso a su suelo y no al revés, hasta entramados políticos y sociales que hacían que, en ciertas épocas y momentos, los judíos fueran ciudadanos de segunda categoría o, por el contrario, que se sintieran seguros en su lugar de adopción.
Es el caso de Theodor Herzl (1860-1904), considerado el padre fundador del sionismo moderno; nacido en Hungría pero residente en Viena —una ciudad totalmente transformada en el siglo XIX en lo cultural por los judíos—, “cuya generación era más libre que las siguientes dos” (Elon, 64). Privilegiado en una sociedad occidental que tendía a la emancipación, iba a toparse, sin embargo, con otra realidad. La modernidad fue marcada por estos procesos, aunque no fueron ni lineales ni tersos: “Los gentiles”, por ejemplo, “mostraron una curiosidad casi pornográfica por los detalles más íntimos de la vida judía”, como dice Amos Elon en su célebre biografía sobre Herzl: “En todo occidente, en la década de 1880, de repente se habló de un ‘problema’ judío. Fue inventado por quienes se oponían a la emancipación de los judíos por motivos de principios ‘morales’ y ‘raciales’” (Elon, 65). Comenzaron acusaciones de que los judíos habían contaminado la cultura que tanto admiraban.
¿Era, entonces, esto lo que prometía la emancipación? La igualdad se les había negado de todas maneras. Si temprano en la era industrial se criticaba el materialismo protestante, pronto se transfirió la culpa a los judíos. Surgió un resentimiento por lo que se veía como acaparación en casos como el de Viena: el escritor Stefan Zweig dijo que “nueve décimos de lo que el mundo celebraba como cultura vienesa en el siglo diecinueve fue alimentada, promovida y muchas veces creada por judíos vieneses” (Elon, 67). No era, sin embargo, un arte judío, sino universal.
Karl Lueger, el incendiario —y, con todo, aún celebrado— alcalde de la capital del Imperio Austrohúngaro clamaba que el enemigo real eran los judíos. Fue el iniciador de un odio de izquierdas que resultaba atractivo para las clases trabajadoras. El “problema judío”, entonces, comenzó a discutirse en todos los ámbitos de la Europa moderna. Pero surgieron nuevos problemas: muchos judíos ilustres, en sus procesos emancipatorios, buscaron la conversión; un ejemplo fue el músico bohemio Gustav Mahler. Pero resultó inútil: la idea del judaísmo como una raza en tanto que inevitable herencia había echado raíces ya. Mahler se sentía, en sus palabras, en todos lados un intruso, en ningún lado bienvenido.
Estas maneras de pensar derivarán, por supuesto, en la conclusión de que la solución está en el exterminio.
Fue el antisemitismo, sí, pero no solamente. En los pogromos rusos, por ejemplo, el sionismo no fue la solución. Una buena parte de estos judíos emigraron a América,
El siglo XIX fue notable. Con la Emancipación, “[u]n nuevo universo de problemas, para los cuales las reglas tradicionales no tenían respuesta, se abría ante los judíos emancipados y secularizados” (Avineri, 20). El mundo cambió y todas las comunidades tuvieron que adaptarse, y lo hicieron de un modo o de otro. “Las fuerzas desatadas por la Revolución Francesa no fueron solamente aquellas de liberalismo y secularización, sino también de nacionalismo” (ídem).
Esto trajo consigo un asunto sin precedentes: “La autopercepción religiosa de la sociedad gentil no fue reemplazada por una fraternidad universalista y no diferenciada, sino por una nueva identidad caracterizada por el nacionalismo, la etnicidad, el idioma y una historia común, real o imaginada” (Avineri, 21). Los individuos comenzaron a reconocerse como franceses, alemanes o italianos. Para el judío, esto significó un nuevo dilema —interno y externo— de identidad.
Tenemos como muestra del grave problema el célebre caso Alfred Dreyfus en Francia, en el que se acusó a un militar de alto rango de traición con apenas pruebas y basados en un prejuicio: Dreyfus era judío. Lo escandaloso, además del antisemitismo abierto, fue que se juzgaba a un individuo emancipado, integrado y secularizado; el consenso del pueblo fue, sin embargo, que la traición era comprensible y esperable, pues se trataba de “un judío, no un francés”.
Avineri lo dice en palabras durísimas: “Nada podría haber significado un golpe tan grande a la promesa de la emancipación y la asimilación que esta reacción visceral: haz lo que quieras, para nosotros, verdaderos franceses, verdaderos descendientes de los antiguos galos, tú no eres más que Judas” (Avineri, 22). Si las bases del nacionalismo moderno son los orígenes —una idea que no puede zafarse del determinismo cultural y hasta del racismo—, el camino para andar estaba claro: “Si polacos y lituanos podían sondear en sus respectivas historias y forjar su propia identidad nacional moderna en el yunque de su pasado, ¿por qué no iban los judíos a seguir este ejemplo moderno y liberador?” (ídem, 22).
Surgió en el judío una nueva manera de reconocerse a sí mismo ya no determinada por la religión —los nuevos estados así se conformaron, no fue responsabilidad de él— sino por algo semejante al nacionalismo moderno y secular. Al estudiar las vidas de los líderes del sionismo moderno, todos son producto de la educación europea, son seculares y están en búsqueda de una respuesta al desafío de la identidad, como cualquier otro líder social y político de la era.
Veamos por caso a Leo Pinsker (1821-1891), judío ilustrado que precedió a Herzl y que pavimentó el camino andado por él. La emancipación no le parecía una solución viable, pues “el sujeto histórico en estas acciones es siempre la cultura mayoritaria gentil” (Avineri, 90) y, por tanto, los judíos son un objeto pasivo del desarrollo de la historia. Pinsker afirma a los judíos como nación, pero con una anomalía “que distorsionó su relación con el resto del mundo: la falta de soberanía” (Avineri, 91).
Para él, la emancipación —como la emigración a América— es sólo una solución individual, no colectiva. Pinsker llegó a una conclusión lapidaria: “Si los judíos son odiados por no tener patria, la normalización será posible solamente si adquieren una” (Avineri, 93). Fue una primera noción de pasar del anhelo pasivo del que habla Shapira a la acción. Lo universal y lo particular coincidían y había que aprovechar la coyuntura para llevar al judaísmo a su siguiente estadio: “una solución nacional al problema judío ya no supone el reclamo del particularismo judío, sino que se remite a los valores universales de la historia del mundo moderno. La exigencia judía por la nacionalidad ya no puede ser más negada sobre la base de ideas universales” (Avineri, 95).
Estos argumentos van construyéndose a partir de una imperiosa necesidad y no al revés. Es uno de los procesos de adaptación del judaísmo a la modernidad, uno central para su historia y la del mundo, ahora que se ha incorporado a él.
El sionismo moderno es producto del antisemitismo, sí, pero es, sobre todo, “una respuesta a los desafíos del liberalismo y del nacionalismo [...] y por esta razón no podía haber ocurrido en ningún periodo anterior a los siglos XIX y XX” (Avineri, 24). Es un movimiento político, no necesariamente mesiánico ni religioso, de una complejidad absoluta, agravada por las guerras mundiales del siglo XX, las atrocidades de la Shoah y las nuevas condiciones geopolíticas de la postmodernidad.
Para discutir el sionismo, hay que entenderlo por lo que es: “la búsqueda de la autodeterminación y liberación bajo las modernas condiciones de secularización y liberalismo” (Avineri, 24).
Se trata del retorno judío a la historia.
C/S.
אִם־אֶשְׁכָּחֵךְ יְרוּשָׁלִָם תִּשְׁכַּח יְמִינִי. Se puede traducir aproximadamente así: “Jerusalén, si te olvidase, que mi mano derecha pierda su destreza”.