Jesús, el judío, en el contexto de su tiempo. Notas a partir de "Jesús en sus palabras y en su tiempo" de David Flusser y "El trasfondo judío del cristianismo" de Daniel R. Schwartz #חשיבה# לִלְמוֹד
Jesús es el judío de la época posterior al Antiguo Testamento cuya vida y pensamiento conocemos mejor. Sin embargo, apenas encontramos referencias a Jesús en fuentes no-cristianas, misma suerte que corren Moisés, Buda y Mahoma: son personajes que aparecen en los textos canónicos y sancionados pero cuyas fuentes extra-religiosas son contadas.
Los libros que versan sobre la vida de Jesús son los cuatro evangelios. Tres de ellos surgen de un material histórico común: Mateo, Marcos y Lucas. Los llamamos evangelios sinópticos. El cuarto, de Juan, es fuente de escasas garantías desde el punto de vista biográfico e histórico.
¿Es esto un obstáculo insuperable para conocer la vida de Jesús? No necesariamente, pues David Flusser considera que las fuentes más genuinas sobre un carismático son sus propias palabras, y este es el caso. Eso sí, se considera menester leer de manera crítica la información de los creyentes, aunque los primitivos relatos cristianos merecen confianza.
Los evangelios sinópticos presentan con fidelidad a Jesús como un judío de su tiempo y presentan más que a un redentor de la humanidad a un taumaturgo y predicador. Su material básico es un relato primitivo sobre la vida de Jesús que reproduce Marcos. La fuente de los logia es una colección de palabras de Jesús que usan Mateo y Lucas, en adición al relato primitivo. Estos evangelios surgen en la comunidad cristiana de Jerusalén. Otro material que usa Mateo es el diálogo y el enfrentamiento entre comunidades palestinenses y sirias y judíos no cristianos.
Los primeros judeocristianos —que más tarde la Gran Iglesia considerará heréticos— ponen énfasis en el Jesús taumaturgo, maestro, profeta y mesías. Las comunidades cristianas helenísticas, de mayoría no-judía, tienen como centro la predicación de la redención por medio del Cristo muerto y resucitado. Las epístolas paulinas apenas se interesan por la vida y la predicación de Jesús.
Es necesario entender que no se puede comprender a Jesús si se desconoce el judaísmo de su época. De hecho, para darle a su exigencia de amor incondicional un peso como una auténtica consecuencia psicológica y no como una debilidad filantrópica, hay que situar la prédica en su contexto.
Jesús es la forma griega habitual del nombre Josué, Jeshúa, uno de los nombres más corrientes entre los judíos de la época. Los nombres de sus padres y de sus hermanos también son muy comunes: José, María (Myriam), Santiago (Jacob), Joseph, Judas y Simón (Marcos 6:3); tenía hermanas, pero ninguno de sus nombres ha llegado a nosotros. Flavio Josefo menciona hasta 20 personas con el nombre Jesús y a 8 con el nombre María. Es considerado el primogénito de la familia y su padre murió, quizás, antes de su bautismo. Sin embargo, también tiene como rasgo definitorio el desasimiento de la familia en que nació, un acto en oposición al énfasis familiar de los fariseos.
El relato del nacimiento milagroso está en Mateo y en Lucas en dos versiones literariamente independientes entre sí, y falta en Marcos y en Juan. Fuera del Nuevo Testamento, el primero en mencionar el nacimiento virginal de Jesús es Ignacio de Antioquía en 107 EC.
Mateo (1:2-16) y Lucas (3:23-38) presentan una genealogía de Jesús que se remonta hasta David, siguiendo la idea ya establecida desde el tiempo del libro de Daniel y la apocalíptica de que el mesías sería un descendiente de esta dinastía. Según ambos, es José el descendiente de David (es de notar que también ambos hacen mención al nacimiento virginal). Aunque llegan a la misma conclusión, las dos genealogías no son coincidentes. Como comenta Flusser:
“No conocemos a nadie de la época de Jesús —fuera de él mismo— cuya familia fuese considerada como davídica. Es verdad que siempre que surgió un hombre en el que se habían puesto esperanzas mesiánicas fue legitimado luego por sus seguidores como ‘hijo de David’” (Flusser, 30).
No hay prueba de que Jesús tuviera conciencia sobre este linaje davídico, nunca lo menciona y resultaría absurdo pensar que era un príncipe enmascarado.
Mateo y Lucas sitúan su nacimiento en Belén, pero hay divergencias entre sus relatos. Lucas (2:4) cuenta que la familia fue a Belén por un censo; vivían en Nazaret, así que volvieron luego. Mateo (2:23) relata que la familia reside en Belén y, después de la huida a Egipto, fueron a Nazaret. La exigencia popular, de cualquier modo, es la relación entre David y Belén, de nuevo una cuestión de legitimación mesiánica.
Jesús es un judío de la Galilea que nació probablemente en Nazaret, donde vivió por treinta años. Su bautizo se dio alrededor del 27 y el 29 EC y es difícil determinar la duración de su ministerio público. Según los primeros evangelios, fue a lo sumo un año. Según Juan, fueron dos o tres. El verdadero centro de su predicación fue Galilea, concretamente la orilla nordeste del lago Genesaret.
Los acontecimientos se comprenden mejor si suponemos que el tiempo entre el bautismo y la crucifixión fue relativamente corto. Lucas (2:41-51) nos ofrece un relato de un sabio precoz, un joven talmudista, una referencia parecida a la del relato del filósofo hindú Gypta; es un hombre familiarizado con la Escritura y la tradición oral y la gente solía llamarle rabí, maestro. La cultura judía de Jesús es incomparablemente superior a la de Pablo. Se evidencia que tenía un conocimiento de la apocalíptica anterior a su época que hablaba del inminente fin del mundo.
La figura de Jesús ha pasado por varios filtros a través de la historia, que la han ajustado a distintas necesidades e intenciones. El primer gran reenfoque es el de Pablo.
En el libro de Hechos 16:6-10, dice “pasa a Macedonia y ayúdanos”, lo que puede interpretarse —como hicieron los gentiles— que es voluntad de Dios que el cristianismo se extienda hasta Europa. Primero tuvo que pasar por ser una religión grecorromana. Pero la cultura occidental no está vinculada a preceptos rituales o ceremoniales, cosa que la oriental sí (como lo comprueba toda la historia judía anterior). Por tanto, la conquista europea pasaba por tamizar la religión para adaptarla a nuevas cosmovisiones que, a su vez, podrían adaptarse mejor a la nueva doctrina. Una de las tareas del paulinismo fue justificar un sistema ideológico que permitiese vivir “fuera de la Ley”, ya que esta se veía como una limitante para la expansión. En 1 Corintios 10:25-26 dice, por ejemplo, que se puede comer “todo lo que se vende en el mercado (...) ya que del Señor es la tierra y todo cuanto contiene”, en oposición contra las estrictas normas dietéticas de la Ley tradicional.
Jesús nunca se enfrentó con la necesidad de adaptar su judaísmo al estilo de vida europeo, que tiene una concepción liberal de la vida, pues esta expansión no está en ningún lugar de su prédica ni de la de sus discípulos. Por tanto, no se le puede ver como una fuerza en oposición a la Ley, como se ha visto después: “Jesús tenía sus problemas de cara a la Ley y sus preceptos. Pero ese es el caso de todo fiel judío que toma seriamente su judaísmo” (Flusser, 57) o, dicho de otro modo, observar la Ley implica una constante lucha con ella.
Son, en realidad, los evangelios los que deforman la postura de Jesús ante la Ley. El Jesús de los evangelios sinópticos no se enfrenta nunca contra la praxis legal. Su asunto en contra de los fariseos tiene que ver más con que una estricta observancia de una pureza ritual puede favorecer una laxitud moral, una idea que no es, en absoluto, novedosa. Que el valor moral debe estar por encima del valor ritual es una concepción judía que tiene su raíz en las constantes pugnas teológicas y culturales de su historia y que Hillel ya había expresado de distintas maneras. Es válido, incluso, preguntarse si Jesús pensaba en categorías tan precisas y abstractas.
Como se ve, no tenía la intención de oponerse a la Ley de Moisés, sino de poner de manifiesto, con ejemplos, la intransigencia de los santones. Y aún así, hay que remontarnos al contexto para iluminar la comprensión de ciertos pasajes. Uno de los más mencionados, la reacción de los fariseos en Marcos 15:1 es inverosímil y producto de una redacción posterior: es una alusión clara —y con una intención ulterior— a la futura crucifixión. La curación del paralítico, por otro lado, no parece un fin en sí misma sino la prueba contundente de una enseñanza: el poder del perdón.
Hay una distorsión posterior, ya se nota, de los adversarios: sin más ni más son presentados como escribas o fariseos. Pero la misma polémica de Jesús contra los fariseos puede encontrarse en la literatura rabínica, ¡y no puede olvidarse que ésta tiene un origen fariseo! Jesús los reconoce como herederos de Moisés (Mateo 23:2-3) y, aunque está muy influido por los esenios, está más enraizado en el judaísmo universal y no en el sectario, por lo que no se identifica con ellos. Como se ve en estas aseveraciones, la tensión no es oposición. Y, en todo caso, el judaísmo siempre se ha identificado por esta tirantez de argumentación.
Como sea, esto nada tiene que ver con su muerte, pues los fariseos no aparecen en absoluto en los relatos sinópticos sobre el proceso de Jesús. Y hay otras pruebas: cuando el sumo sacerdote saduceo persiguió a los Apóstoles, Rabban Gamaliel, fariseo, los salvó; es una muestra de que no había una real oposición. Pablo, al ser entregado al Sanedrín, salvó su vida apelando a los fariseos. En el año 62 EC, Santiago, hermano de Jesús, fue ejecutado; los fariseos recurrieron al rey, indignados, y el sumo sacerdote fue depuesto. Los fariseos vieron en el hecho de entregar a Jesús a los romanos una arbitrariedad por parte de los sumos sacerdotes, hecho que abonó al enfrentamiento con los saduceos. Este hecho era bien conocido cuando se redactaron los primeros evangelios, pero se editaron posteriormente en un sentido anti fariseo los relatos precedentes a la pasión.
Es hasta el siglo II EC que la Ley de Moisés es vista con malos ojos. Los preceptos judíos de Jesús son abolidos en el transcurso de la historia, pues el cristianismo se volvió una religión de no-judíos. Ya desde la antigüedad muchos vieron en el Dios de los judíos al único Dios verdadero, por lo que la idea permaneció, pero tenía que pulirse en sus orillas para darle un carácter más universal. De hecho, hay evidencia de que Jesús era más partidario de la escuela de Shammai (Mateo 23:15), caracterizada por su severidad y rigor, que de la de Hillel, conocida por su apertura y relativa laxitud. Shammai tenía como norma, por ejemplo, no curar ningún gentil (Mateo 15:21-18) y Jesús sigue este postulado: sólo cura a judíos, con la excepción del siervo del centurión romano de Cafarnaúm (Mateo 8:5-13; Lucas 7:1-10); Lucas matiza diciendo que el centurión era “temeroso de Dios” y, siguiendo el texto, en ambas versiones es un gentil quien dice la palabra decisiva. Por el contrario, en las fuentes rabínicas nadie dice que no se pueda curar a un gentil. En los tres evangelios sinópticos se atraviesa la idea de que Jesús, el judío, desarrolló su actividad entre judíos y no quiso actuar más que entre ellos.
El elemento más revolucionario de Jesús no procede, en todo caso, de la crítica a la Ley judía, sino de otra premisa que no fue él el primero en establecer: el amor como doctrina.
En 175 AEC, Antígono de Soko escriba judío, estableció: “No sed como esclavos que sirven esperando recompensa, que el temor del cielo esté con vosotros”. Es un síntoma de un cambio de clima espiritual, de una sensibilidad nueva. La religión judía es moral, se basa en buena parte en un principio de justicia. Pero, en este punto de la historia, se hace necesario repensar la división entre justos y pecadores, pues no es exacta: es uno de los problemas profundos que detecta el judaísmo junto al problema del mal.
Esta nueva ética judía comienza a verse más clara en Eclesiastés (27:30; 28;7), redactado alrededor de 185 AEC. La vieja concepción de que el justo es recompensado en la medida de su rectitud y el pecados es castigado en el grado de sus pecados ya causa malestar. Hay un replanteamiento: amar al prójimo merece la recompensa divina y el odio acarrea el castigo de Dios. Hillel lo puso así: “No juzgues a tu prójimo hasta que no te encuentres en la misma situación que él”. Un proverbio de la época reza: “Con la medida con la que midáis se os medirá a vosotros”.
Las sentencias de Jesús están vinculadas con otros dichos judíos. La regla de oro como imperativo moral se encuentra en muchos pueblos. Pero en el Nuevo Testamento, el mandamiento de amar a los enemigos no aparece más que en boca de Jesús, quien lleva el amor al prójimo un paso adelante: el rabino Hanina ya hablaba de amar al justo y, cuando menos, no odiar al pecador.
El primer gran postulado de Jesús es el amor a Dios y se corresponde con el espíritu del fariseísmo contemporáneo. Marcos (12:28-34) y Lucas (10:25-28) nos dan a entender que en la cuestión del “gran mandamiento” estaba Jesús de acuerdo con los escribas.
En los evangelios sinópticos raramente se habla del Señor resucitado. Estas doctrinas fueron interpoladas de manera tardía.
El judaísmo es el trasfondo en el que se encuadra el mensaje de Jesús, y sólo quien conozca el primero, nos dice Flusser, puede captar el sentido auténtico del segundo.
El cristianismo surge en el siglo I EC centrado en tres figuras judías: Jesús, por supuesto; Pablo, ya discutido, y Juan el Bautista. Pablo vive en el contexto de la diáspora judeo-helenística (algunas fuentes aseguran que hizo estudios con Rabán Gamaliel), más cosmopolita y con influencias diversas. Juan el Bautista, en cambio, vivió una existencia de ascetismo, pureza ritual, inmersión y un ambiente sacerdotal (Lucas 1:5), enmarcado en un programa de propiedad compartida (Lucas 3:11). Surge incluso la pregunta de si vivió en Qumrán, pues comparte el mismo desierto con ellos (Lucas 1:80; Marcos 1:4-5) y un vivo interés por Isaías (40:3).
Se trata de dos contextos judíos muy diferentes. Su cooperación, ¿fue una casualidad? ¿Es una escritura post-factum por los triunfadores de la historia? Es cierto que ambos coinciden en sus negaciones, sobre todo en la falta de importancia de tener un linaje judío, las ideas sobre el pecado y la expiación y la importancia del Templo, que pablo socavó de manera abierta. Estas ideas abren, una vez más, un debate sobre el judaísmo y quién es judío. ¿Un pueblo, un país, una ley o una combinación de todo?
Los postulados que vinculan a los judíos con Abraham, con la tierra de Israel y con la Ley coexisten siempre en la literatura judía. Pero, a veces, uno de los criterios adquiere prominencia de acuerdo a las circunstancias. En la época de la monarquía, evidentemente, es el territorio; en el exilio, la ascendencia, pues surge una revelación: “Un gran número de judíos había descubierto que era posible cantar a Dios en tierra extraña y lo hallaban significativo” (Schwartz, 236). En el post-exilio, es el linaje.
No es cosa menor. Como dice Daniel R. Schwartz: “El problema central del periodo del Segundo Templo fue la contradicción entre la existencia del Templo en Jerusalén que parecía el palacio de un soberano en la capital de su Estado, y la existencia factual de una soberanía extranjera” (Schwartz, 239). El problema tenía tres posibles soluciones: la derrota de la soberanía —los Ptolomeos, los Seléucidas, los Asmoneos y, en última instancia, Roma—, la destrucción del Templo —cosa que ocurre después— o la cesión de pequeños compromisos, espiritualizando la noción de Dios pues “no es de este mundo” y no tiene que ser un competidor directo.
El término judaísmo, de hecho, toma fuerza en relación y oposición con el helenismo. Al aceptar la definición como un “ismo”, surge el sumo sacerdote como dueño y señor secular, comienza el fenómeno de las sectas y se separa la religión del Estado, a la manera griega. La anexión romana de Judá completó esta separación: los romanos tenían el poder político y dejan la religión y el sacerdocio a los judíos. A partir de Herodes, que no podía ser sumo sacerdote, las dos esferas quedaron totalmente divididas.
Lo explica así Schwartz:
“Mientras ‘ser judío’ fue básicamente una cuestión de lugar o raza, no había razón alguna para asumir que todos deban estar de acuerdo en cuanto a creencias o prácticas (...) Pero si ser judío consiste en adherir a una agenda cultural, entonces debe ser definida, y la falta de acuerdo será tomada muy en serio y cristalizará en escuelas o ‘sectas’” (Schwartz, 243).
La coexistencia del Templo con la incursión romana es intolerable. El dominio de Roma en Tierra Santa significa que Dios no rige allí. El Templo significa que Él está allí. ¿Cómo puede estar y no regir? Con la destrucción del Templo
“su reino podría estar solamente en el pasado o en el futuro, ser universal o no pertenecer a este mundo; todo intento de establecerlo en Judea, como el de Bar Kojba, constituiría una relación contra un presente nítido, no un intento de fortalecer un elemento dentro de un presente ambiguo” (Schwartz, 246).
En la última mitad del periodo del Segundo Templo hay una severa depreciación de los parámetros “físicos” del ser judío. El judaísmo se convierte en la única manera de definir a los judíos. Juan el Bautista y Pablo entienden el judaísmo según el estado de las cosas aquí descrito. La religión, constituida por elementos normativos y elementos espirituales, comienza a verse con un énfasis radical en los segundos.
En el contexto de Pablo, el de la diáspora helenística, había una cuestión identitaria importante. Los judíos alejandrinos no eran ni habitantes de Judá ni totalmente alejandrinos. Estaban distanciados de Tierra Santa, lo que reducía el significado religioso del territorio y enfatizaba la trascendencia de Dios espiritual. El foco está en la religión, no en el linaje; se acentúa el judaísmo y la mezcla con gentiles impulsa, incluso, el proselitismo. Como ya se ve, “(e)scasas décadas antes del nacimiento del cristianismo, el judaísmo helénico ya había producido un tipo de judaísmo espiritualizado y desprovisto de leyes” (Schwartz, 249).
Se destaca aquí la distinción no hebraica, sino griega, entre cuerpo y alma, un estímulo para anhelar una situación en la que la segunda pueda librarse del primero. La Ley está diseñada para ser confiada al cuerpo, por tanto, surge un deseo de librarse de la Ley. Se vuelve simple alinear la imperfección del cuerpo y su eventual muerte con la Ley y el espíritu, con su perfección y vida eterna, con socavar esta Ley.
En Qumrán, el contexto de Juan el Bautista (o, al menos, con el que comparte más características) el territorio y la ascendencia son minados por el grupo de los esenios. Su idea es que Dios prefiere a su comunidad en el desierto, apartada, y no en Jerusalén, a merced de las pugnas. La comunidad, entonces, es vista como una sustituta del Templo: la genealogía no puede importar menos. El interés del sacerdocio en el linaje aaronita o davídico es una idea completamente ajena a Qumrán.
Al devaluarse el territorio y la genealogía, nos queda el tercer criterio: la religión. Hay, entonces, un grado de compromiso con el componente legal del judaísmo pero cuando no, se debe a la espiritualización, la relativización y el anhelo de perfección, cosas que comparte con el judaísmo helénico.
La espiritualización es el factor más obvio: la transferencia del Templo y su culto a la comunidad hace que ésta sea una casa sagrada. Aquí se consolida la idea, ya surgida en el exilio, de que las plegarias son tan eficientes como el sacrificio. El territorio no es necesario, como antes tampoco lo fue; lo que antes fue necesidad —por el destierro— ahora es decisión. Si, como con el Templo, algo puede ser obtenido sin referencia a la Ley, entonces ésta es superflua.
La relativización, que en el mundo helénico cosmopolita implicaba que tantos aspirantes a autoridad divina no podían estar todos en lo cierto, por lo tanto, nadie lo estaba1, se refleja en Qumrán como una cuestión diacrónica. La idea de que la revelación no está cerrada y Dios puede entrar en contacto con miembros de la secta hace que sea posible que las primeras ordenanzas sean reemplazadas por algo mejor; implica, dicho de otro modo, que las leyes vigentes no son perfectas. Es un síntoma de insatisfacción con el presente.
El perfeccionismo fue un proceso legal en dos etapas: interpretación y observación de la Ley. Parte del hecho de que la gente no está libre de yerros y puede fracasar en ambas etapas. Los rabíes asumieron que dios los tomó en cuenta cuando confió la Ley a hombres imperfectos; es una interpretación confiada a la regla de la mayoría y se enfoca en el arrepentimiento como medio de superación de los efectos del pecado.
Para Qumrán, sin embargo, frente a los mismos problemas confían todo a Dios: nadie puede dirigir sus propios pasos pues las acciones del hombre carecen de significado. Todo lo importante se halla en manos de Dios. La perfección es imposible, el hombre es completamente incapaz de ella, por lo que la Ley se vuelve básicamente irrelevante, porque los fines que persigue se pulverizan cuando se pierde el sentido. Es un paso anterior al concepto paulino de resentimiento y polémica ante la noción de que quien no cumple la ley es maldito. Schwartz concluye sobre esto:
“Queda el hecho de que en Qumrán como en el mundo helenístico, el contraste entre la imperfección del hombre y la obligación de cumplir con la ley debe haber generado en almas sensibles una presión que podría aliviarse solamente con la muerte de uno o la abolición de la otra” (Schwartz, 257).
El mundo judío en que nació Jesús fue escenario de dos conflictos. El primero, nacional, puede expresarse como una pugna Dios contra Roma, sobre quién tenía soberanía sobre Judá y sobre los judíos. El segundo, con un resultado menos obvio y con otro grado de complejidad, era la pugna entre el mantenimiento de la observancia de la Torá contra su abrogación.
Por sí mismos, los judíos no podían aspirar a resolver ninguno de los dos problemas. Pero… si Dios se decidiera entrar en la arena, Él, por definición, podría.
La historia de Jesús comienza con Juan —es decir, con un transfondo qumránico— que ya ha traído a colación la prédica de que Dios está a punto de intervenir en el mundo, por lo que el hombre debe arrepentirse antes de que sea tarde. Es el modo habitual de los profetas, aunque es de notar que Juan muere ejecutado por el soberano, Herodes Antipas, por miedo a una insurrección, lo que nos habla del calado del mensaje o de su influencia. Jesús responde a este llamado, es bautizado por Juan —otro signo de los tiempos— y el círculo de sus propios discípulos se amplía gracias a su carisma y a su carácter de taumaturgo, que convence a sus seguidores que es el enviado de Dios.
Muchos, en ese momento, consideran que su misión es resolver el primer conflicto, el nacional. Pilatos está entre ellos, por lo que también decide eliminar la amenaza sólo por si acaso. Este acto es un golpe contundente para sus seguidores, porque es imposible que un auténtico enviado de Dios sea derrotado. De ahí que, de algún modo, se convencen de que había resucitado, un milagro que significaba que no habían sido engañados. Porque, mientras, el dominio romano continuaba intacto. Lo único que se pudo profetizar, a partir de entonces, fue un segundo tiempo: la crucifixión no era sino el final de la primera batalla. En la próxima, Dios y su mesías saldrán victoriosos.
Este sustento en milagros pasados no es nuevo en el mundo judío, pues ya en la era del exilio y la posterior había profecías post-factum, por lo que no significa una escisión de la tradición. Seguía siendo algo parecido a una respuesta en busca de una pregunta. Aquí es donde entra Pablo.
Él aplica la historia de Jesús y su resurrección no al problema de la nación, sino al problema del individuo, el segundo problema de la época. Schwartz lo pone así:
“El hombre, ansioso de perfección, pero obligado a observar una ley que, en su humana fragilidad, nunca podría cumplir plenamente; el hombre, amarrado por Dios a su cuerpo y a la ley y, por ende, al pecado y a la muerte; el hombre que carece de autoridad para detener por sí mismo esa rueda, ¿cómo puede ser salvado?” (p. 259).
Al tiempo que vemos a Pablo esforzarse por encontrar una base exegética para su conclusión de que Cristo puso fin a la Ley, la necesidad de ello resulta clara. Entonces, la interpretación de la intervención divina se ve, en Pablo, como la liberación definitiva. El milagro final de Jesús, su resurrección, fue específicamente el impartir una vida, nueva pero espiritual, que tanto contrastaba con la Ley confiada al cuerpo y conducente al pecado y a la muerte.
El cristianismo paulino es una religión nueva que responde a la condición universal del hombre que anhela ser mejor de lo que es y siente que su cuerpo le impide serlo. Presenta al individuo un modelo de morir en la carne y “nacer nuevamente” a una vida espiritual. Aquí sí que hay un marcado contraste con el judaísmo clásico, que apenas posee la terminología necesaria para hablar de almas sin cuerpos y que no considera, bajo casi ninguna de sus formas, el ascetismo como una forma de vida. Está, además, basado en un pacto específico entre Dios y un pequeño sector de la sociedad. El cristianismo paulino pudo surgir del judaísmo sólo sobre la base de cambios que alejaron a los judíos del territorio y del linaje y, al mismo tiempo, los orientaron hacia el perfeccionismo.
La Ley sufre una relativización o, al menos, se pone en cuestión. En Qumrán y en Pablo, los extremos se juntaron gracias a un catalizador imponderable, un carismático hacedor de milagros con el que sus discípulos se encontraron después de su muerte. Algo nuevo emergió.
Y eso nuevo, cambió al mundo. Y al judaísmo, por supuesto. Una nueva cuestión para replantearse cosas. Tal, podría parecer, es el destino del judaísmo.
C/S.
Una idea, por cierto, que volverá en la modernidad con su influjo también cosmopolita.